EL ESCRITOR FRENTE AL ACTO CREATIVO

Una tarde de ocio me encontré en internet con esta frase: “El acto de escribir es como un orgasmo prolongado”. Aparecía en una página, no recuerdo de quién, pero al empezar a trabajar en este escrito fue lo primero que me vino a la mente.

Un orgasmo es placer y placer es lo que busca alguien al sentarse ante una página en blanco y tejer, a veces fácilmente otras con gran dificultad, palabras en frases y frases en historias o poemas. Placer es lo que nos mueve a buscar alimento para estar fuertes y encontrar ese anhelado orgasmo; placer es lo que mueve al escritor a mirar el mundo con crítico detenimiento y abstraerlo, reordenarlo y sintetizarlo en los símbolos de la escritura.

Es cierto, hay otras razones como otras razones pueden existir para tener sexo. Pero muy en el fondo, en su partícula más pura, el escritor lo que busca es la delicia, el éxtasis, el rapto, la epifanía que se encuentra al terminar una pieza literaria. Una buena, por lo menos.

Sin embargo, este placer ni existe ni lo descubrimos sólo al escribir. Antes que escritores somos todos lectores y como tales conocemos, aunque vagamente si lo comparamos con lo que vive el autor, ese placer que hay en terminar de interpretar un ingenioso cuento, un exquisito poema, un sesudo ensayo. A través de la lectura conocemos el placer único que produce en nuestras mentes el lenguaje y, proporcionalmente a nuestra cultura y erudición, sus complejas formas, combinaciones, sutilezas, artificios. Un placer que nace de un acto creativo tan elevado como el de escribir. No en vano decimos que de toda lectura surge una obra de arte. [1]

Si este lector sigue la senda del escritor, pronto descubrirá el placer que hay en manipular el lenguaje. En adaptarlo. En transformarlo creativamente. Y pronto empezará otro tipo de acto. El acto de disgregar y volver a construir la realidad usando el lenguaje.

Y es que todo escritor es un intérprete de signos, un cazador de realidades, un recolector, cuya labor es plasmar los sucesos de la vida en una especie de algoritmo que el lector debe usar para reproducir en su mente las pasiones, los sueños, las creencias, las frustraciones y la suerte o la falta de ella.

Pero no lo hace directa y objetivamente. En todo recuerdo hay una alteración de la realidad. Una interpretación. Al fin y al cabo todo y todos estamos hechos de códigos, de signos, de información. Formas, figuras e ideas, nuestra vida, nuestra realidad siempre es pasado o interpolación a futuro y sólo existe en los sueños, en la memoria o en el examen que hacemos de nuestra imagen en el espejo. El autor, el escritor, crea una realidad distinta, alterna, usando el lenguaje como herramienta.

Pero la escritura no existe si no es para un lector que al final de cuentas, como decíamos hace un rato, cierra el círculo o empieza otra iteración en este juego de revelación, interpretación e imaginación. Sin un lector esta escritura desaparecería o, lo que es lo mismo, no tendría sentido de existir.

En fin, ¿dónde empieza y dónde termina el acto creativo? Acto que, como vimos ya, comparten los lectores con los escritores. Más bien, ¿cuál es el acto que distingue al escritor o que podemos llamar acto creativo?

Es difícil distinguir un momento en especial. Me atrevo incluso a decir que no existe ese tiempo, ese instante, pues el autor vive interpretando de una manera creativa la realidad y jugando constantemente con ese sabroso lenguaje que nos permite pensar y comunicarnos. Como tal no hay un momento en que podamos decir que nace la obra, pues no es cuando se redacta, ni es cuando se observa y analiza la vida.

En mi caso, al menos, aromas, colores, sonidos, los rostros de las personas, el vuelo de un ave, el movimiento de los árboles o las olas, las conversaciones sueltas que se escuchan por ahí, cada partícula de la realidad llega a mi mente y da vueltas entrelazándose en nuevas formas. Cuando esas formas tienen sentido suficiente se apoderan de mi y una fuerza ineludible me lleva al papel, a la computadora y me obliga a escribir, a concatenar palabras que fluyen en un chorro que cae con la forma de un poema, un cuento, un texto de cualquier naturaleza. A veces me obligo a hacerlo y a veces no surge nada. Pero igual se goza, como con otros actos placenteros que no siempre podemos concluir.

Podemos terminar, entonces, diciendo que escribir es un acto perfectamente humano, a la vez solitario y social. Solitario en el ejercicio de redactar la obra, social en el de experimentar la realidad que nutre ese precioso producto de la mente.

Sea como sea, escribir es un acto maravilloso, inefable y, siempre, uno de los actos más placenteros.


[1] Borges lo dijo claramente, “surge arte cada vez que leemos un poema (art happens every time we read a poem)”, en una de las conferencias que dió en Harvard entre 1967 y 1968, recogida en el libro “This craft of verse” (Harvard University Press, 2000).

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© José Luis Rodríguez Pittí
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