MARIO AUGUSTO OPINA: COSAS DE MI HERMANO


En mi familia hemos considerado siempre a mi hermano mayor, José Luis Rodríguez Vélez, como “el prodigio”. Muy claro está que nuestra apreciación está prejuiciada por el cariño natural propio de estas situaciones. Mas aún, procurando revestirme de la máxima objetividad, llego siempre al convencimiento de que mi hermano José Luis fue dotado con facultades extraordinarias que lo llevaron a distinguirse en los estudios y en las actividades deportivas, así como en la participación en movimientos sociales y cívicos de la comunidad santiagueña. Pero alcanzó especiales dimensiones en lo que ha sido su avasalladora vocación: la música. José Luis está dedicado a la música con alma y cuerpo desde la más temprana infancia, cuando apenas iniciaba los estudios elementales. Ya entonces se deslizaba en el taller de zapatería de don Aurelio Escudero, en donde trabajaba mi padre, para seguir absorto los ensayos de la orquesta que aquel había creado, y para tratar de penetrar en los secretos del ritmo y la armonía.

Cuando el señor Escudero trató de enseñar los principios elementales de la música a mi hermano, se sorprendió de su extraordinaria capacidad natural y de su consagración al aprendizaje. Fue él quien estimuló a mi padre para que incurriera en el enorme sacrificio que habría de significar para sus humildes recursos el tratar de proporcionarle a José Luis la oportunidad de recibir algunas nociones teóricas con profesionales de la capital. José Luis fue el más joven miembro de la Orquesta de don Aurelio Escudero que amenizaba toda clase de actos y festejos culturales y sociales, no sólo en Santiago, sino también en algunas poblaciones vecinas. Ganaba poco dinero con la música, por lo que tuvo que trabajar desde muy joven como zapatero y como oficial en algunas oficinas públicas. Mas jamás decayó su dedicación artística, a pesar de los sacrificios y sinsabores que el ejercicio de la música le acarreaba. Pronto desarrolló una sobresaliente capacidad musical, que incluía desde la creación y composición hasta la instrumentación y dirección, que lo llevó a fundar la famosa Orquesta El Patio.

No sé de donde sacó José Luis tiempo y energías para realizar la extraordinaria labor que en mi pueblo lo ha convertido en el maestro de decenas de músicos. Ha formado músicos en la Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena, en las bandas musicales de Santiago, Soná y otras comunidades, en grupos corales, en los cuerpos de bomberos y en grupos de aficionados, muchos creados por él, y en los que además participó como instrumentista y director. Lo he visto haciendo arreglos orquestales, distribuyendo lecciones, enseñando a niños y jóvenes a todas las horas del día en no pocas de las noches, incluyendo los fines de semana. Enseña a todo el que se lo pide sin preocuparse por las recompensas ni por las ingratitudes. Y aún le ha sobrado entusiasmo para crear composiciones, canciones, boleros, pasillos, cumbias, danzas y valses, que se han hecho populares en todo el país y que elementos inescrupulosos no han vacilado en explotar como propias, incluso hasta cobrar regalías.

Desde hace algunos años José Luis enseña su arte en el Instituto Urracá de mi ciudad natal. Lo hace con el mismo fervor, el mismo cálido entusiasmo, la misma dedicación de cuando era un adolescente. El domingo lo admiré gracias a la televisión. Nuevamente me sentí orgulloso de él: de su extraordinaria capacidad para enseñar, del amor con que cumple sus tareas docentes, de la increíble sencillez con que se entrega por completo al culto de ese arte sublime que es su vida misma. Sé, como también lo sabe él, que nunca recibirá la recompensa que en justicia corresponde a sus esfuerzos, a sus capacidades y a sus méritos. Mas sé también que para él hay felicidad de sobra en la satisfacción de servir a la cultura y al arte por el placer de hacerlo.


Columna “Mario Augusto opina…”, en el diario El Panamá América. Martes, 25 de agosto de 1970.